lunes, 11 de julio de 2011

DOÑÁ INES COLLANTES

A la espera de “un alivio,” aguardan bajo el alero. Ninguno llega con turno y el “horario de visita” no encontrará otra restricción que no sea el tiempo, pero ese de las ganas y del humor del mentado que allí atiende.

Seguro que siempre habrá un espacio para quien se acercó comprometido; pero en esto de sentirse mal, cada uno antepone su condena a la del otro. La escena aún se ve en los pueblos, y a poco de preguntar por el camino, la gente encuentra algún conocido para recomendar.

La historia de los curanderos y sus leyendas sanadoras recorren los oídos de la gente en cuentos que, de tanto repetirlos, se convierten en mitos. Y no se trata de esos hombres que llegan a la televisión autodefiniéndose como “mentalistas” y realizando distintas pruebas, como hipnotizar a todo un auditorio o doblar cucharitas. Tampoco es de esos videntes que hablan del futuro del país, de la fortuna de los famosos y que incluso aseguran ser consultados por los políticos.

No, son esos que suelen atacar empachos, culebrillas, catarros, psoriasis y otros males del estómago con algún remedio casero y que, a veces, se animan hasta a “curar de palabra”, como quien le habla a un caballo enfermo.

Y así, por La Pampa o La Rioja, en San Luis o en Santiago del Estero, cuando se pregunta por curanderos siempre hay alguien que contesta con relatos de algún protagonista al que se le adjudica un portento, un milagro o una ayuda.

Pero ingresando en Catamarca todos mencionan un solo apelativo, y es el de una mujer. “¿Cómo, no la conoce?: la llaman La vieja del Portezuelo”, dicen, con respeto.

En boca de todos

Es así: a poco de acercarse a la capital catamarqueña cualquiera, menos los forasteros, habla de Inés Collante, una anciana que nació vaya a saber cuándo en la Villa del Portezuelo, a los pies de la famosa cuesta desde la que lo que se ve, cuando se mira hacia abajo; “parece un sueño con mil distintos tonos de verde”, como escribió e inmortalizó el poeta Polo Giménez.

Ahora doña Inés tiene su casa en el barrio de San Isidro. Bajo el alero esperan seis personas ansiosas. El cronista de LA NACION debe hacer lo mismo, porque el orden de llegada es, aquí, riguroso: “Buenas tardes, ¿qué le anda pasando”?, pregunta la famosa curandera a este enviado.

–Creo que nada, sólo quería conocerla, hablar un poco con usted.

–¿Para qué m’hijo? Yo no tengo nada que contar. Y si no está enfermo...¿qué le voy a decir? Usted parece un muchacho inteligente...

Contradecirla sería como faltarle el respeto a esta mujer a la que ni siquiera se le puede preguntar cuántos años tiene. “Es que es malo decir la edad”, sostiene, logrando poner fin a la curiosidad del visitante.

“¡No vaya a sacar fotos!, ¿eh?”, advierte; y tras mucha insistencia, permite que una sola vez el flash ilumine el oscuro ambiente en el que atiende.

“Yo hago esto desde 1942, así que saque cuentas. Atiendo a la gente para hacer el bien; porque aquí son todos humildes y el que tiene me deja algo”.

Por la pieza de doña Inés pasaron 24 personas el día que recibió a LA NACION, y ella se veía exhausta: “Es que tengo una arritmia y ya estoy cansada, pero hay que seguir, porque la gente lo necesita”.

Cuenta muy poco de su vida y de sus inicios: “Tenía ocho hermanos, pero todos murieron. Hijos, ni sé cuántos, porque crié a muchos. Es que mi madre, cuando yo era chica, vaticinó: «La Inés va a ser madre de muchos», y así fue”.

Asegura que su madre la oía hablar y hasta llorar cuando ella estaba en el vientre. Después dice cosas que se acercan un poco más a la razón: “Muchas veces vienen enfermos del hígado, pero si tienen cálculos yo los mando al médico, porque se tienen que operar. Y si sufren de la columna, también, mejor que vayan al Sanatorio Pasteur”.

–¿Y usted qué cura?

–Yo curo con remedios caseros. El agua de acelga es buena para la psoriasis; la palta anisada, para el hígado, y así; otros yuyos sirven para los desarreglos de vientre o para el catarro.

Uno de los hijos de Inés Collante se llama Eduardo y afirma que a su madre ya la conocen desde La Quiaca hasta el Sur: “Hay gente que sólo viene a visitarla para verla o agradecerle”, comenta uno de los 20 hermanos.

Mientras tanto, otro “paciente” ilusionado espera bajo el alero. Seguramente no piensa como Elbio Bernárdez Jaqcues, que en su libro “Muestrario gaucho escribió”: “Una curandera se parece a la Biblia porque concentra el fervor de los crédulos. Pero se distinguen fácilmente entre ellas: una alarga la vida del espíritu; la otra suele acortar la del cuerpo”.

Es que entre dichos se armó la ley de la vida: en la milonga “El Berrero”, Larralde arriesga sobre el personaje al que le canta: “...y a veces el mal agüero solía curanderear...”.

Y entre unos y otros, simplemente algún gaucho diría: “Cosas del tata o, mas bien, de los hombres, nomás...”

Fuente: Diario la Nación
Lunes 20 de agosto de 2001

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